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El aspirante a inmortal

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Obra correspondiente al libro de relatos Los nadadores de plomo, escrito por José Moreno.

 

Leí la noticia hace varios días en un periódico digital y debo reconocer que, desde entonces, el desasosiego se está apoderando de mi cuerpo.
En un primer momento, apenas sentí una pequeña desazón que hizo que el desayuno no fuera disfrutado con el entusiasmo habitual, pero a medida que pasan los días, el pesar se va extendiendo por mis venas como una gota de pintura caída en la superficie de un charco.
Según los últimos estudios de National Geographic, mi ciudad quedará totalmente sumergida bajo las aguas dentro de cinco mil años, debido al paulatino deshielo de los polos. Soy consciente de que, al vivir en una ciudad costera, la posibilidad de sufrir un maremoto es real, y que el movimiento inadecuado de las fallas bajo el mar puede desencadenar algún día una situación dramática, pero el hecho de que la ciudad en la que habito pueda ser devorada por el feroz apetito del océano, es algo que jamás consideré posible.
No me extrañaron los datos que hablaban de la futura desaparición de Venecia o Ámsterdam, pues parece evidente que hay ciudades en las que su actual encanto puede ser algún día su verdugo, pero que los árboles donde jugué en mi infancia o el banco de madera donde grabé el primer amor en mi juventud sean refugio salvaje de los peces, es algo que me crea un importante malestar.
Es cierto que para que esto suceda aún quedan cinco mil años, un tiempo francamente extenso, y que todo apunta a que por esas fechas yo ya no estaré aquí, pero eso no merma mi mal. No voy a negar que entre los miles de millones de personas que a lo largo de la historia han poblado este planeta, nunca se ha conocido un caso concreto de inmortalidad, aunque bien es cierto que el conocimiento de los antropólogos es incompleto y, si me apuran, incluso raquítico, pues se desconocen gran cantidad de datos de la antigüedad —ahí están las dudas sobre el origen del ser humano, además de las evidentes lagunas sobre los habitantes de la prehistoria y sobre decenas de civilizaciones ya extinguidas— y puede que haya existido alguna persona que lograra esquivar a la muerte durante muchos más años de lo habitual, pero admito que jamás se ha tenido noticias de ningún caso.
Yo no digo que esa primera persona vaya a ser yo. No arriesgaría ni una moneda en una casa de apuestas por mi inmortalidad porque sé que difícilmente recuperaría mi dinero. He nacido como todos los demás: con las mismas partes del cuerpo, con un corazón que bombea sangre y no cualquier otro elemento y caigo enfermo con relativa asiduidad, al igual que el resto de las personas. No tengo aspecto de que el primer inmortal vaya a ser yo. Pero, como digo, la dulce perspectiva de que algún día muera y que no tenga que contemplar a mi ciudad engullida por las olas, no es algo que me tranquilice.
Esta mañana he encontrado en Internet un apartamento en pleno centro de Madrid y el sábado iré a visitarlo. Parece un bonito piso de dos habitaciones, muy luminoso y a estrenar. También me agrada el hecho de que esté situado en una novena planta, ya que, últimamente, sufro pesadillas con pisos bajos anegados.
Supongo que alguno me tildará de exagerar demasiado mis precauciones, y lo asumo. Mi desconfianza es quizás excesiva pero, de esta forma, podré descansar más tranquilo cada noche.
Yo sé que no es necesario poner mucho afán para morir. No hay que tener siquiera ímpetu. Esa mano que te empuja para estamparte de bruces contra un camión o que desliza el macetero que te acabará abriendo el cráneo. No hay que tener afición o empeño. Siempre mueren los demás, y eso anima. Siempre son otros los que mueren pero se supone que, algún día, serán nuestros vecinos los que se extrañen o regocijen de nuestra propia muerte. Parece que llegará. No lo niego. Todo apunta a ello. Con su batín tenebroso y sus guantes de boxeo para hacernos besar la lona de un certero uppercut. Parece que llegara, pero algo tengo claro.
Yo aún no he muerto y hasta que llegue el momento en el que exhale mi último aliento, jamás nadie podrá demostrar que mi muerte llegará algún día.

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