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Niño manco con padre alacena

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Obra correspondiente al libro de relatos Mala Baba, escrito por Pablo Garcinuño.

 

Los niños y sus tragedias con mocos, lloradas en agudo. Esos andares ortopédicos de piernas cortas y culos respingones. Siempre lo salpican todo a su paso, ya sabes. Ahora estamos tranquilos por aquí, pero antes era un horror, una pesadilla.

Un hecho: son todos iguales. Inclusos sus padres en bañador se van unificando. Tienen cuerpos parecidos, lo habrás notado. Hay algo en ellos, en todos esos papás y mamás sofocados, que recuerda a los muebles de un salón. Un sofá cama, una mesa camilla, una estantería con patas. Siempre un poco desvencijados, a punto de desarmarse.

Pero partamos del hecho en cuestión: todos los niños son iguales por aquí. Incluso el que tiene un solo brazo parece idéntico al resto de la manada. En realidad tiene dos, pero uno lo lleva inmovilizado en cabestrillo, siempre pegado al pecho. Aún así se baña en nuestra piscina (es de todos, cada vecino tenemos un trozo) con cierto aire de pato herido. Bracea de un lado, luchando por no acabar haciendo círculos. Y siempre vigilado por su padre, una alacena de libro, que le grita en cuanto se acerca a la zona que cubre.

Otro asunto a tener en cuenta aquí: los gritos. Todo son voces, da igual que sean penas o alegrías; lo importante es chillarlo. Los niños (otra vez ellos) se desgañitan en cada juego, en cada pelea. Y sus padres hacen lo mismo en cada diálogo, como los malos actores. Se enseñan las criaturas y berrean tonterías. «Tiene toda la cara vuestra». Bien alto, que se entere toda la piscina. «Es igual que mi hermano de chico». Ahora ya no, ahora hablan entre susurros. Ahora estamos tranquilos por aquí.

Tal y como andaban las cosas, casi era imposible leer. Es una tarea titánica ir más allá de la primera frase sin que algún mocoso te salpique el libro o te pise la toalla o te interrumpa con su sorber de mocos. «Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch…». Y ahí te paras porque un balón hinchable acaba de golpearte la espalda. Hay un niño detrás de cada pelota, dicen, y detrás de él un padre que pide perdón en su nombre, que te guiña un ojo y se disculpa; un mueble que te lanza la típica frase de figurante: «Estos chiquillos… son imposibles».

El padre-alacena quita al niño de un solo brazo el cabestrillo después de cada baño y durante un tiempo, ahora sí, vuelve a ser uno más, vuelven a ser todos iguales. Entre los dos, cada uno en un extremo, estrujan ese armazón de tela y de él nace un río de agua y cloro. Y orina, seguro que también hay un altísimo porcentaje de orina (ellos… otra vez ellos y sus incontinencias). Luego lo ponen a secar al sol, siempre en el mismo trozo de la verja que rodea la piscina.

Aquí cada cosa tiene su lugar, un sitio asignado. Otro principio a tener presente: todo está compartimentado. Los padres y sus criaturas también, por supuesto. Junto a la piscina pequeña se colocan las familias con bebés. De vez en cuando ponen en remojo a esos saquitos con huesos, larvas que anuncian el ruido que un día serán, como si fueran galletas en un vaso de leche. Los agarran muy fuerte por miedo a que se les traspapelen unos con otros y acaben llevándose a casa el que no les corresponde.

Cuando el churumbel crezca un poco se pasarán al lateral de la piscina que linda con el parque, donde se apelotonan las familias con niños que corren, que salpican, que se meten el dedo en la nariz. Es el más estrecho, pero da el sol durante todo el día. Al llegar una determinada hora de la tarde, todo el patio se queda en sombra a excepción de esta zona, que resplandece con los últimos rayos del día. Parece un escenario y el resto de bañistas, meros espectadores de sus vidas ejemplares. Ellos lo saben y por eso gritan, engolan la voz como los malos actores.

No siempre están aquí. A medida que se acerca la hora de comer, van recogiendo sus toallas y bolsas. Sacuden cosas, enrollan otras; realizan sus últimos números antes del intermedio (volverán por la tarde, siempre lo hacen). «¿Tienes hambre, mi vida?». «¿Qué va a querer comer el rey de la casa?». Dan ganas de aplaudir. Los niños suelen llorar porque no quieren irse, mientras los padres resoplan que ya está bien de tanta tontería. Imagino que se reconocen por el color del bañador, así saben a quién tiene que gritar cada uno. Más allá de eso, resultan idénticos.

Yo solo soy capaz de diferenciar al del brazo. Da gusto verle recoger su cabestrillo, ya seco, y ponérselo con la ayuda de su padre, casi en silencio. Creo que no son de mi bloque, me habría fijado en ellos, claro. Algunas veces el muchacho intenta correr y su padre rompe ese microuniverso de calma con algún grito de prohibición. El pequeño manco se para sin protestar, consciente al instante de sus limitaciones, y sale de escena con la cabeza gacha. Ese momento de orden es de lo poco que echo de menos.

Aprovecho los ratos de desbandada general para leer. «Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros». Y para fumar, aunque sé que está prohibido desde la última Junta de Vecinos. A veces me lo recuerda alguno de los viejos que ocupan el otro costado de la piscina. Hacen cualquier cosa por mantener una conversación, ya ves.

—No te lo pienses tanto, chaval —te dicen si te ven al borde del agua.

Su sitio está ahí, frente al escenario central donde las familias se preguntan si tienen hambre. En ese lateral se agolpan los jubilados durante todo el día, repletos de sol por entre los pliegues de la piel.

El lado que falta, donde coloco mi toalla cada mañana, se ha quedado como cajón de sastre. Lo que nos define como grupo, y a la vez imposibilita cualquier unión, es algo parecido a la soledad. Vamos y volvemos de uno en uno, siempre en completo silencio. Somos los que chasqueamos la lengua cuando los niños pasan correteando, los que nos ponemos los cascos cuando empiezan los gritos, los que a veces fumamos cuando se vacía un poco la piscina.

En cuanto acabo un par de cigarros y algunas páginas, me subo a casa. No puedo despistarme demasiado si quiero que la comida esté lista cuando ella llegue. Tampoco es que me complique mucho la vida. Legumbres en bote, sopas de sobre, algún puré de abrir y servir, mucha pasta, filetes de lomo. A veces, patatas fritas de corazón frío. Pan tostado. De postre, una naranja, una pera, lo que haya.A mí me da la sensación de que me repito, pero ella me dice que está bien así. Y me besa aún con restos de pulpa en los labios.

Normalmente me saca el tema del niño cuando recogemos la mesa. Le digo que claro, que cuando encuentre un trabajo nos ponemos a ello (le sigue haciendo gracia la expresión «nos ponemos a ello»). Claro, claro que sí. Prefiero insistir en este asunto, no es bueno dejarlo en el aire. De todas formas, tiene que volver pronto al trabajo. Como mucho hablamos un par de minutos de la habitación, la del fondo, la que ahora está llena de trastos. La cuna irá en esa pared. Buena idea. Habrá que arreglar la ventana. Claro. ¿Te lo imaginas dando pasitos por aquí?

Las tardes que hace bueno (hablo de antes de que pasara aquello) regresan pronto para presumir de digestión. Nadie respeta ese periodo sagrado como ellos: una hora, a veces dos, sin humedades. Se colocan con total exactitud en el mismo punto de la piscina que ocupaban por la mañana. Y el día de antes. Y el anterior. Poseen el espacio como los muebles, de forma constante.

Ella ya está con prisas, con su beso de café y con su adiós, te veo a la noche. Regresará tarde y con la mirada desazogada. Habrá algún informe que lo complicará todo, quizás una reunión de última hora. A pesar de ello tendrá fuerzas para insistir en el asunto, tampoco mucho. Quizás hablemos del carrito que nos dejaría su hermana. Lo tiene en el trastero, muerto de risa. Esas cosas cogen olores de los motores del garaje. Quizás sea buena idea traerlo a casa. Claro que sí.

Después de comer me quedo en la terraza y veo a los vecinos como Dios debe observarnos a nosotros, suponiendo que le despertemos el más mínimo interés. Incluso desde aquí son ruidosos. Hormigas en bañador que corretean, salpican, moquean, lloran… Son tan insignificantes que casi podría pisarlos o aplastarlos uno a uno con el dedo. Tiro las colillas aún encendidas e imagino que al caer todo explota en mil pedazos, pero nada puede con ellos.

Lo peor es cuando me pregunta qué tal me ha ido la tarde. ¿Qué espera que le diga? ¿Que fregué los platos y que me quedé mirando la piscina desde la terraza? ¿Que fumé media cajetilla? ¿Que leí la historia del día que a Bobby le enseñaron a hacer daño, una noche de agosto? «Agnes, tendrías que haberle visto; le ha arreado un buena tunda a ese chaval». No entiendo qué quiere que le responda, la verdad. Prefiero hablar del carrito o de la ventana que hay que arreglar, de cualquier cosa.

Sucedió una noche, mientras leía en la terraza. A veces me levanto de la cama sudando en medio de la madrugada, soñando con astillas entre las uñas o con pies que me aplastan el pecho, cosas así. Entonces necesito que me de un poco el aire. Me tranquilizo con un par de cigarros y algunas páginas de casi cualquier cosa. «Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos». Por ejemplo. Y ya vuelvo a respirar con normalidad.

Miro hacia abajo, hacia mi pequeño mundo, justo en el momento en el que entra en escena el niño con un solo brazo. Llega sin alacena, así que es fácil adivinar que, por las horas que son (¿qué hora es, por cierto?), se ha escapado de casa en medio de la noche. Además, llega corriendo, en un vuelo totalmente libre de prohibiciones. Da gusto verlo trotar con esas piernitas tan cortas. Da gusto la alegría con la que se quita el cabestrillo y lo lanza lejos, sin compartimentos que valgan; da gusto cómo nada torpe, pero decidido, hacia lo más profundo. Luego empieza a hacer círculos, herido de un ala, y se le ve caer al fondo de la piscina. Chapotea demasiado para mi gusto, pero hay que reconocerle una cosa: ni un grito durante toda esa lucha. Faltan más niños así, la verdad. Cierro el libro para echarle un vistazo con plena tranquilidad. No se le ven los detalles (se adivinan sus brazos, dos, y sus piernas… ya quietecitos), pero sí se distingue su bañador rojo entre los azulejos añiles del suelo. Da gusto verle tan en silencio, pienso antes de regresar a la cama.

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